Microsoft Word - Vargas Llosa^J Mario - La guerra del fin del mundo.rtf by Juan Carlos

Microsoft Word - Vargas Llosa^J Mario - La guerra del fin del mundo.rtf by Juan Carlos

autor:Juan Carlos
La lengua: eng
Format: epub


entre esos restos de hombres y uniformes que adornan la caatinga. Moreira César ha

desmontado y lo rodean los oficiales y soldados que cargaron tras él. Están petrificados.

Un profundo silencio, una inmovilidad tirante han reemplazado el griterío y las carreras

de hace un momento. Todos observan y, en las caras, al estupor, al miedo, van

sucediendo la tristeza, la cólera. El joven Sargento rubio tiene la cabeza intacta —

aunque sin ojos — y el cuerpo deshecho de cicatrices cárdenas, huesos salientes, bocas

tumefactas que con el correr de la lluvia parecen sangrar. Se mece, suavemente. Desde

ese momento, antes aún de espantarse y apiadarse, el periodista miope ha pensado lo

que no puede dejar de pensar, lo que ahora mismo lo roe y le impide dormir: la

casualidad, el milagro que lo salvaron de estar también ahí, desnudo, cortado, castrado

por las facas de los yagunzos o los picos de los urubús, colgando entre los cactos.

Alguien solloza. Es el Capitán Olimpio de Castro, que, con la pistola todavía en la mano,

se lleva el brazo a la cara. En la penumbra, el periodista miope ve que otros oficiales y

soldados también lloran por el Sargento rubio y sus soldados, a los que han comenzado a

descolgar. Moreira César permanece allí, presenciando la operación que se hace a

oscuras, con el rostro fruncido en una expresión de una dureza que no le ha visto hasta

ahora. Envueltos en mantas, unos junto a otros, los cadáveres son enterrados de

inmediato, por soldados que presentan armas en la oscuridad y disparan una salva en su

honor. Después del toque del corneta, Moreira César señala con la espada las laderas que

tienen delante y pronuncia una arenga cortísima:

—Los asesinos no han huido, soldados. Están ahí, esperando el castigo. Ahora callo para

que hablen las bayonetas y los fusiles.

Siente de nuevo el bramido del cañón, esta vez más cerca, y salta en el sitio, muy

despierto. Recuerda que en los últimos días casi no ha estornudado, ni siquiera en esta

humedad lluviosa, y se dice que por lo menos para eso le habrá servido la Expedición: la

pesadilla de su vida, esos estornudos que enloquecían a sus compañeros de redacción y

que lo tenían desvelado noches íntegras, han disminuido, tal vez desaparecido. Recuerda

que comenzó a fumar opio no tanto para soñar como para dormir sin estornudos y se

dice: «qué mediocridad». Se ladea y espía el cielo: es una mancha sin chispas. Está tan

oscuro que no distingue las caras de los soldados tumbados junto a él, a derecha e

izquierda. Pero oye su resuello, las palabras que se les escapan.

Cada cierto tiempo, unos se levantan y otros vienen a descansar mientras los primeros

suben a relevarlos en la cumbre. Piensa: será terrible. Algo que nunca podrá reproducir

fielmente por escrito. Piensa: están llenos de odio, intoxicados por el deseo de venganza,

por hacerles pagar la fatiga, el hambre, la sed, los caballos y las reses perdidos y, sobre

todo, los cadáveres destrozados, vejados, de esos compañeros a los que vieron partir

apenas unas horas antes de tomar Caracatá. Piensa: era lo que necesitaban para llegar

al paroxismo. Ese odio es el que los ha



descargar



Descargo de responsabilidad:
Este sitio no almacena ningún archivo en su servidor. Solo indexamos y enlazamos.                                                  Contenido proporcionado por otros sitios. Póngase en contacto con los proveedores de contenido para eliminar el contenido de derechos de autor, si corresponde, y envíenos un correo electrónico. Inmediatamente eliminaremos los enlaces o contenidos relevantes.